Lágrimas de Culquipucro.
Autores:
Victor Augusto Ubaldo Collazos
Xhimena Eliza Livia De La Cruz
I. El llamado de la altura
Donde el cielo parece más cercano que la tierra, donde los zorros cantan a la luna y el ichu cubre las lomas como una frazada de oro seco, se levanta el cerro de Culquipucro, a más de 4,000 metros sobre el nivel del mar. Allí, donde la papa y la oca apenas logran sobrevivir al castigo del granizo y el viento, se escribe una historia que no está en libros, pero sí en la memoria de quienes aún resisten.
Hace ya muchos años, don Eloy Rivera, comunero de sangre y alma de San Pedro de Pillao, fue elegido en asamblea comunal para posesionarse junto a su esposa, doña Sofía Deudor, del sector de Culquipucro, un territorio alto y frío, en los límites con la comunidad de Yanacocha, perteneciente al distrito de Yanahuanca. No fue una elección fácil, pero alguien debía hacerlo. Alguien debía defender la frontera de posibles invasiones. Y don Eloy era ese alguien: un hombre de palabra, duro como la piedra, pero justo como la lluvia en temporada.
Culquipucro era tierra de nadie. O mejor dicho, tierra de todos, y por lo mismo, sin dueño. La comunidad no otorgó títulos ni contratos. Solo una constancia de posesión escrita a mano, como una promesa más que como un derecho. Pero Eloy no se quejó. Levantó su casa, sembró su papa, pastó sus alpacas. Y junto a doña Sofía, criaron a ocho hijos con lo que la tierra y el coraje podían ofrecer.
La vida era dura. El frío calaba los huesos y la soledad hacía eco en las noches largas. Pero había dignidad. La primera escuelita del caserío funcionó en su propia casa, donde los niños aprendían a escribir con tizas pequeñas sobre tablillas de madera, mientras las ovejas balaban afuera. Así comenzó a nacer una comunidad que, aunque olvidada por las autoridades, estaba llena de vida y resistencia.
II. El precio de la tierra
Los años pasaron. Culquipucro creció, y con él, la esperanza de una vida más justa. Hasta que un día llegaron ellos: los de la minera Tinka Resources, con sus camionetas blancas, sus cascos brillantes, y sus promesas de desarrollo. Dijeron que el cerro escondía plata y zinc, y que si se firmaban convenios, todos ganarían.
Pero don Eloy los miró con desconfianza. Sabía lo que significaba cuando una empresa empezaba a perforar la tierra. Ya antes el cerro había sido explotado por carbón, y las heridas que dejó aún no cicatrizaban.
Tinka Resources permaneció por más de diez años explorando el cerro. A los pocos habitantes de Culquipucro les dieron pequeñas ayudas: algunos alimentos, herramientas, gasolina. Migajas disfrazadas de progreso. Pero no eran tontos. Sabían que aquello no era más que una estrategia para ganarse su presencia, no su bienestar.
Fue entonces que la comunidad matriz de Pillao, viendo el interés de la empresa, quiso recuperar el territorio que años atrás había entregado. En asamblea comunal, sin aviso, decidieron que los de Culquipucro debían salir.
—“No tienen título de propiedad”, dijeron.
—“La tierra es de la comunidad. Hay que sembrar papa allá para demostrar posesión.”
Incluso el alcalde se sumó a la siembra, sin permiso, como quien toma lo que no es suyo. Y así lo hicieron: sembraron papa en el sector de Culquipucro, no por hambre, sino por interés. Pero los comuneros del caserío lo arrancaron todo. Se cansaron del desprecio, del egoísmo, de ser tratados como invasores por los mismos que los mandaron allí.
La comunidad se partió en dos. Pillao y Culquipucro ya no se hablaban. La rabia reemplazó a la memoria, y el interés mató la gratitud. Nadie recordaba que don Eloy fue quien enfrentó las invasiones de Yanacocha. Nadie mencionaba que su familia había defendido esa tierra con su vida entera.
III. El último silencio
Y así, entre el ruido de las máquinas de exploración y el murmullo de los reclamos, don Eloy envejeció. Cada día hablaba menos, pero pensaba más. Lo dolía el cuerpo, sí, pero más le dolía el alma.
Antes de morir, reunió a su familia y les dijo:
—“No quiero que me entierren en Pillao. Allí nací, pero allí también me traicionaron. No me valoraron. No me respetaron. Que mi cuerpo descanse en Lucmapampa, donde aún puedo ver el cerro. Donde el silencio es más digno que las palabras vacías.”
Y así fue. A 2,500 metros sobre el nivel del mar, bajo el susurro de los árboles y el perfume de la muña silvestre, don Eloy Rivera fue enterrado en tono de protesta. Sin bandas, sin discursos, pero con el corazón de todos los suyos latiendo fuerte.
Pensaron que con su muerte todo terminaría. Que sus hijos abandonarían la lucha. Que la tierra quedaría libre para negociarse.
Pero no. Los hijos de don Eloy se fortalecieron. Culquipucro hoy cuenta con agua, desagüe, escuela equipada, y una comunidad más unida que nunca. No tienen títulos, pero tienen raíces. Y eso vale más que cualquier papel.
La empresa Buenaventura, que quería comprar el proyecto, desistió. Dijeron que por falta de fondos. Pero la verdad es otra: se encontraron con un pueblo que no se vende.
Hoy, Culquipucro vive cerrado. Ya no entra nadie sin permiso. Ni autoridades, ni empresas, ni hermanos traidores. La herida con Pillao sigue abierta. El dolor es profundo, pero la dignidad es más alta que el cerro.
Y cuando el sol se esconde tras las montañas, y el viento baja desde las alturas, se oye un lamento. Es el Apu Culquipucro, que llora por su hijo más fiel. Llora por don Eloy, por la traición, por la tierra que se defendió hasta el final.
Porque hay luchas que no se olvidan.
Hay hombres que no mueren.
Y hay cerros que, cuando los lastiman, lloran en silencio.
A ti, don Eloy,
hombre de manos sabias,
que aprendiste el arte de la electricidad,
que pudiste haber vivido más cómodo, con trabajo seguro,
pero elegiste algo más grande:
quedarte en Culquipucro
para cuidar lo que muchos dejaron perder —la tierra, el respeto, la dignidad.
Te fuiste lejos del ruido,
pero cerca del alma del cerro.
Preferiste sembrar papas, criar alpacas,
y enseñar con el ejemplo
que la verdadera riqueza no se extrae del suelo,
se cultiva en el corazón.
Te dieron la espalda los tuyos,
te negaron la gratitud que merecías,
pero tú seguiste firme,
sin rencor, con coraje.
Hoy ya no estás entre nosotros,
pero tus pasos resuenan en cada niño que estudia en esa escuelita que nació en tu casa.
Tus manos aún cuidan las tierras que defendiste con tanto amor.
Y tu nombre, don Eloy Rivera,
ya no es solo el de un hombre,
es el símbolo de un pueblo que no se arrodilla.
Desde lo más alto de Culquipucro,
hasta lo más alto del cielo,
gracias, don Eloy.
Gracias por enseñarnos que el valor de la tierra
se mide por quienes la aman, no por quienes la compran.